Penoso espectáculo

Por José Luis Arce
27 de febrero, 2021

 

El trámite legislativo del proyecto de ley de Empleo Público ha mostrado, con descarnada claridad, la naturaleza de los penosos espectáculos que, en Costa Rica, suelen terminar siendo los procesos de diseño e implementación de políticas públicas y, aún más preocupante, la discusión política generada alrededor de ellos.

La reforma al marco que regula y norma las relaciones entre el Gobierno y sus colaboradores es probablemente el cambio administrativo e institucional más significativo de las últimas décadas y, sin duda, la transformación más profunda que contendrá el legado de la actual administración.

A pesar de que el momento histórico ha teñido su discusión de tintes fiscalistas – lo que ha llevado a que algunos crean que se trata simplemente de un instrumento para el ajuste en las finanzas gubernamentales – lo que se propone es mucho más significativo, pues es una transformación que asegura, primero, que las instituciones públicas puedan atraer el talento necesario para realizar sus funciones algo que, con el arcaico sistema actual basado en la antigüedad, no sucedía; y, en segundo término, introduce orden pero sobre todo justicia, al reducir inequidades derivadas de una distribución ilegítima y sobre todo opaca a la ciudadanía del poder de negociación entre grupos de interés, en detrimento no sólo de la estabilidad presupuestaria, sino que principalmente de la convivencia democrática al convertirse en muchos casos en descarada extracción de rentas ilegítimas a través de privilegios insostenibles.

Pese a lo que significa, la discusión legislativa de esta importante reforma – que incluso ha sido tomada como referente en otros países latinoamericanos – ha resultado, siendo benévolos con el uso de los adjetivos, penosa.

Por una parte, porque en una sociedad sumamente polarizada algunas fuerzas políticas que pretenden alcanzar el poder utilizando la frustración e indignación de la ciudadanía han querido, maniqueamente, desfigurarla presentándola como una reforma reivindicadora de lo privado frente a lo público, como un ajuste de cuentas del ciudadano común frente al burócrata causante, junto al Estado, de todas las calamidades posibles.

Ante esto, tampoco han sido de gran ayuda la forma en como los intereses sindicales y de las altas burocracias se han comportado, pues lejos de ocuparse y preocuparse por el valor colectivo que contribuyen a crear – y que claramente una mejor manera de organizar las relaciones laborales en el sector público contribuiría – han adoptado el discurso panfletario, la mentira descarada, la postura ideológica y, tristemente, una interpretación manipulada de los hechos y del marco institucional para vetar la transformación. Al menos, algo bueno derivaremos de esto: se han desnudado, dejando en claro que lo suyo es simple búsqueda de beneficios; no sin dejar en el proceso, eso sí, heridas y cicatrices en las instituciones y en la convivencia democrática.

En medio de esta hoguera de intereses y vanidades y de una profunda crisis de representación, algunos – afortunadamente no todos – en el Legislativo no han contribuido en nada a la búsqueda de equilibrio y coherencia; ya porque introducen cambios sin sentido al proyecto – ¿hasta cuándo comprenderán nuestros representantes que el bellísimo acto de delegación democrática que hicimos en ellos no les otorga el derecho de ir contra la lógica, la ciencia, la técnica y los principios de administración pública? – o, en el peor y más triste de los casos, simplemente sirven de reproductores y amplificadores de la campaña de desinformación y manipulación de los grupos de interés.

Mientras tanto, al final del día, nuevamente y como siempre, una inocente ciudadanía sigue acumulando frustración e indignación al ver como las demandas que legítimamente plantea siguen quedando insatisfechas.

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