Madurez política

Por José Luis Arce
9 de abril, 2021

 

El ejercicio del poder – en especial, cuando significa formar gobierno, es decir, ejercerlo desde el Ejecutivo – significa siempre, para cualquier agrupación política, un claro parteaguas. Es ciertamente un hito que marca, si se quiere, el alcanzar cierta madurez, con las ventajas y los riesgos que esto representa; y que determina, al igual que en las personas, los rasgos definitivos de su “personalidad” política.

Hoy, en sociedades mucho más complejas y, por tanto, con multitud de demandas de los habitantes y con una ciudadanía hipersensible debido a la indignación y el resentimiento que han generado en ella el dolor provocado por las últimas crisis económicas, sociales y políticas –en especial, el vacío generado por la desaparición de muchas de las certezas en torno al bienestar colectivo e individual prometidos a la ciudadanía – ese proceso de maduración de las agrupaciones políticas es mucho más complejo, pues suele ser difícil pasar, sin fuertes conmociones, de la oposición fácil y estridente al ejercicio efectivo del poder, cuando la dinámica política y electoral esta centrada en sembrar desconfianza para cosechar polarización o se fundamenta en hacer el mayor ruido posible a través de mensajes difusos, destructivos y falaces, como suelen ser frecuentemente los discursos políticos hoy.

La madurez que da el ejercicio del poder supone, en un mundo de mayorías débiles y fugaces, el entender que para avanzar en una agenda de política pública o para adoptar medidas urgentes como las necesarias para sanear las finanzas gubernamentales se debe ser transparente en los fines y medios, se debe negociar y, sobre todo ceder y acordar; entendiendo, además, que ciertas luchas se libran en campos distintos a los legislativos.

No existe otro camino, los tiempos de aplastantes mayorías no volverán ni tampoco los de los acuerdos opacos entre caudillos que las construían después de las elecciones. Esto supone, además, una dinámica diferente de la política que va más allá de la dimensión competitiva asociada con lo electoral o, en no pocos casos, con inflados egos; y que da paso a una concepción cooperativa, basada en el acuerdo para el bien común.

A muchos nuevos partidos, en especial, los surgidos de los procesos reivindicativos que han surgido por doquier en los últimos 20 años este proceso suele resultarles difícil y tomarles tiempo – varios gobiernos si tienen la fortuna de alcanzarlos –; en algunos casos lo logran, pero no sin incurrir en costos significativos en términos de alienar a sus bases políticas y electorales en el proceso. Pues, negociar y acordar es un ejercicio complejo y muchas veces ingrato por sus costos personales y políticos, cuyos frutos se cosechan en el futuro mientras que la vacía consigna callejera, la vociferación prepotente e irrespetuosa y las mentiras interesadas suelen generar réditos rápidos y amplios para quienes irresponsablemente las emplean.

Por otro lado, la madurez que implica el ser capaz de negociar y acordar no debería ser sinónimo de abandonar las luchas y los principios juveniles. Crecer, para un partido político significa realmente ser capaz de proponer acciones y políticas públicas que respondan y contribuyan a construir el mundo en el que se sueña – desde todos sus ángulos, con realismo y responsabilidad políticos y económicos – y, en un marco de respeto y convivencia democrática, ser capaz de acordar con el resto de la sociedad una ruta para alcanzarlo.

Sólo con madurez en los partidos la política retomará el valor central que debe tener en la construcción de lo colectivo; afortunadamente en medio de la crisis actual el partido de gobierno parece haber logrado ciertas señales de mayoría de edad, pese a las estridencias y las mentiras de algunos de sus diputados que siguen anclados en la protesta callejera o se prestan a la defensa ilegítima de ciertos intereses.

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