Cuando se renuncia a gobernar

Por José Luis Arce
29 de enero, 2021

 

La política actual toma formas paradójicas y sigue derivas contradictorias. Mientras en las democracias representativas los procesos eleccionarios se tornan cada vez más en luchas descarnadas al calor de las estrategias de división y polarización, los actores – principalmente los partidos políticos y sus élites – tienden cada con mayor frecuencia a renunciar a la otra dimensión de la política, la verdadera, más importante y sustantiva, que es el gobernar.

De esta forma, paradójicamente, los procesos electorales – incluso los internos en las diferentes agrupaciones – terminan siendo sangrientas batallas de las que no salen, en realidad, ganadores. Las facciones triunfadoras en realidad lo único que consiguen son victorias pírricas, dado el daño que esta forma de entender la dimensión competitiva de la democracia representativa hace a los partidos y, aún más importante, a la convivencia democrática, en un sentido más amplio.

Después de batallas campales matizadas con vendettas, dramáticas traiciones y asesinatos político-mediáticos, terminan tan heridas las susceptibilidades y los egos de las élites en disputa y tan dependiente el electorado de la sangre en la arena política que es virtualmente imposible reconstruir los puentes que requieren las débiles mayorías para poder gobernar de manera efectiva, debido a los resentimientos personales y a la perversa dinámica de una opinión pública ávida de juicios a priori, conflictos artificiales y falsedades que refuercen los instintivos temores de sus respectivas tribus.

Esta perversa dinámica conduce a lo que constituye quizás al resultado más perverso de estas estratagemas electorales: los actores políticos, tanto desde el Ejecutivo como desde el Legislativo, tiran la toalla, renuncian a gobernar casi desde un principio. De esta forma, los gobiernos terminan convirtiéndose en simples administradores o depositarios simbólicos de un poder disminuido y la oposición desde los frentes parlamentarios, en un simple ruido político de fondo sin sustancia, ni incidencia, ni capacidad propositiva; útil para entorpecer, pero sin capacidad real de ejercer las funciones de gobierno que desde su rol legislativo deberían cumplir en democracia.

El resultado: parálisis e inacción gubernamental, tiempo perdido en discusiones inútiles, legislación y políticas públicas que no son más que ocurrencias que desdeñan el conocimiento y los datos y, en medio de todo esto, descontento e indignación creciente de la ciudadanía que, ante la ausencia de una dinámica distinta en la política electoral termina retroalimentando el ciclo anterior y provocando mayor crisis política; mientras los verdaderos beneficiarios de este orden cosas, los grupos de interés, extraen cada vez más rentas ilegítimas, en un marco de opacidad y débil rendición de cuentas.

Llegados a este punto parece necesario entender, al menos, dos cosas: las grandes mayorías triunfadoras con la capacidad de gobernar sin referencia a los otros no volverán – y aunque lo hicieran, una opinión pública mucho más vibrante, para bien o para mal, le resta los espacios que muchos aún hoy añoran – por lo tanto, lo electoral debería plantearse de una manera diferente: no como una competencia hacia la aniquilación del contrario, sino como un proceso de selección de roles temporales, en donde para poder cumplir con el verdadero objetivo de la contienda – el gobernar, no simplemente el pretender una lista limitada y cortoplacista de acciones inconexas, sino el conformar una agenda de políticas públicas coherentes, que satisfaga demandas legítimas de la ciudadanía, que sea conteste con el legado histórico y el marco institucional y, sobre todo, contribuya a la búsqueda de los caminos que conduzcan a posibles futuros compartidos, más inclusivos, equitativos y sostenibles – se requerirá del derrotado, sea para construir mayorías suficientes o para asegurarse que éste se comporte, en el marco institucional, como un buen perdedor –vehemente en sus posiciones, pero con propósito y bien intencionado en su accionar – y no un obcecado opositor.

Quien controle el Ejecutivo o la oposición legislativa no pueden ni deben darse el lujo de cruzarse de brazos – o amarrarse a un mástil imaginario y poético, sin tomar más bien con fuerza y determinación el timón, no sin antes tener claro un rumbo – argumentando que el gobernar es función del otro o que las acciones del otro le impiden cumplir con sus objetivos y con la ciudadanía – eso sería simplemente evadir responsabilidades – al final, la democracia requiere de ambos para revitalizarse, algo que hoy es, claramente, una urgente necesidad.

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