Blindar las políticas públicas y las instituciones

Por José Luis Arce
30 de octubre, 2021

 

Los tiempos que corren no son propicios para las instituciones y las políticas públicas, y mucho menos para que la convivencia democrática se desarrolle en un marco vibrante y efectivo.

Cuatro rasgos de nuestra retorcida forma de hacer política resultan preocupantes hoy: la excesiva fragmentación y, particularmente, superficialidad de la oferta electoral; el vacío ético del que hacen gala muchos liderazgos políticos al recurrir, con fines electoreros y oportunistas, a los mensajes polarizadores; la forma cada vez más descarada y sin contrapesos efectivos en que actúan capturando voluntades, presupuestos y políticas los grupos de interés; y, el desprecio a la ciencia, los hechos y la prospección que enarbolan desfachatadamente quienes pretenden gobernar o incluso quienes ya lo están haciendo.

Este tóxico cóctel puede resultar fatal para las instituciones y las políticas públicas existentes y, sobre todo para las necesarias para encarar los retos futuros. Al debilitarlas, además, se crea un círculo para nada virtuoso, de insatisfacción, indignación y descreimiento ciudadanos alrededor de la capacidad del Estado para satisfacer sus demandas y, con esto, se deteriora aún más el marco básico de convivencia colectiva.

Ante el vacío y la liviandad de las propuestas, la conceptualización mercadológica de la contienda electoral y los discursos y disputas tribales, las políticas públicas y las instituciones quedan a merced del oportunismo, de la captura de partes interesadas y de la estupidez.

No sólo las intervenciones gubernamentales actuales sufren de estos padecimientos, sino que además resulta severamente dañada la capacidad de adoptar hoy políticas de Estado de largo plazo en áreas cruciales como el combate y adaptación al cambio climático, equidad, distribución e inclusión, entre muchas otras.

El enfrentar estos riesgos pasa no sólo por esperar ingenuamente que el nivel de la discusión y competencia política y electoral se eleve, sino sobre todo por blindar las instituciones, de manera que las políticas de largo plazo estén resguardas por mecanismos que las protejan del oportunismo y la ignorancia, por ejemplo, mediante procesos para la formulación, aprobación y ejecución de las diferentes intervenciones que aseguren más ciencia y menos ocurrencias y egos, por parte de quienes intervienen en ellos.

Esto, obviamente, no significa que quienes resulten ganadores no puedan imprimir en ellas su visión del mundo, esa es parte de la naturaleza del proceso democrático, lo que se pretende es evitar la erosión de la efectividad de la acción gubernamental producto de liderazgos irresponsables, irreflexivos, vacíos de contenido o interesados.

Evidentemente, no es algo fácil de lograr, el balance no es sencillo entre poderes políticos surgidos de las urnas y conocimiento experto – también sujeto a sesgos y por lo tanto necesariamente deberá ser contenido mediante pesos y contrapesos – pero es necesario, al menos, empezar entendiendo que en muchos ámbitos clave si las instituciones y las políticas públicas se debilitan, se tornan inservibles o no se adaptan realistamente el futuro será poco halagüeño, en especial, el futuro democrático.

Siendo así, a quienes aspiran a gobernar no tiene sentido, en el contexto actual, preguntarles qué pretenden hacer y cómo lo harán, éstas son preguntas inútiles que sólo llevarán a la decepción y a la pérdida de tiempo.

Las preguntas realmente importantes son hoy: ¿Si se está dispuesto a proteger y fortalecer no sólo las instituciones sino las políticas públicas necesarias para enfrentar los retos actuales y futuros del país? ¿Si se entiende que las intervenciones gubernamentales no se construyen sobre ocurrencias, sino que deben estar basadas en hechos y en conocimiento? Y, quizás, la más importante de todas, ¿para qué y para quién están tan interesados en alcanzar el poder?

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